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La Rueda que nos mueve, y otros poemas huérfanos…

POEMA XXVIII

Mientras el vehemente corazón
desbocado libre su contienda
nada habrá en la voz de la razón
capaz de contener sus riendas.

Cuando hastiado al fin de batallar
a contemplar su obra se detenga,
verá sobre los campos arrasados
una débil luz que tiembla.

El pasado, que no vuelve;
el ardor en sus entrañas,
que aún le queman;
y volviéndose a sí mismo
se dirá:

«Tarde, muy tarde llega por mí
este día,
en que agotado ya el fervor,
desvaneciéndose con él va
la vida mía».

Tiemblo al pensar que aquel fulgor
que de mi alma el fuego me infundía,
no era sino flaqueza y rencor
que yo confundí con osadía.

¿De qué me habrá servido tal valor?
Yo os lo diré:
¡No me sirvió de nada!
Pues muy tarde comprendo que el dolor
no muere por la espada.

XXIX

Me gusta cuando, a veces, disgustada,
un relámpago de ira
cruza el rostro y estalla en tus pupilas
con trémulo fulgor.

Y proyectando incorpóreas formas
insúflales la vida,
salpicando la estancia que ilumina
de trágico candor.

Y al fin, acabado todo,
desenconada el alma,
vuelve a tus ojos la calma
y amainas la tempestad.

Como la rugiente ola del mar
que ardiendo busca la fría roca,
y tan pronto rompe en su contra,
se apaga sin más.

XI La rueda que nos mueve

Días de otoño. Días de reflexión. Cuando el sol ya expira, el viento y la lluvia atraen la inspiración.

Pues sí, ya llevaba algún tiempo sin publicar nada. Si todo va bien a finales de este año estará lista mi primera novela, así como un tercer libro de poesía que he ido sacándome de dentro a lo largo de los últimos años. Mientras tanto, en estos días de frío que por fin han llegado (mis favoritos), sigo buscando a las musas en mi bosque particular al que todos habéis sido invitados. Pero hasta que llegue el momento de las próximas publicaciones, os voy dejando algo de hace años. Uno de esos poemas de desamor que quedan empolvados en un cajón hasta que llega el momento de que vean la luz.

Espero que lo leáis con el alma abierta y la lluvia golpeando las ventanas mientras os sentís a salvo en vuestro refugio.

XI

Hoy he recibido tu carta,
Y al leerla,
Se ha levantado mi mirada
Hacia el infinito que existe
En el cielo de mi habitación.

Quedé un momento pensativo,
Absorto,
En suspenso;
Y luego comenzó a recorrer mi cuerpo
Un ligero fervor…

¿A qué decir ahora las palabras
que prenden esta sinrazón?

¿No lo destrozaste?
¿No se ennegreció?
¿A qué decir que una coraza
envuelve ahora mi corazón?

Y que no sabes
De qué está hecha,
Ni qué guarda,
Ni como se la abre…
¿Acaso no lo sabes?

¿En qué se convierte el alma
cuando no destila los sueños
que el tiempo le arrebató?

¿En qué acaba la figura de arcilla
al cerrarse sobre sí, llena de ira,
la mano de su creador?

¿Y aún no lo sabes?
Pues yo te lo diré:

Esa coraza…
Es un bastión de estéril roca
Lleno con los versos de tu boca
Que he podido encarcelar.

Su guardián es una momia
Que adormece mi memoria
Con el sueño más profundo
Que se pueda imaginar.

Si el fulgor de tus ojos despierta
El recuerdo que ondea tras sus puertas,
De mi corazón, que aún te ama,
¿Quién se apiadará?

Esa coraza…
Es una caja de Pandora
Que palpita a cada hora
En que me vienes a buscar.

Está llena de lamentos,
De demonios y secretos,
Es mi alma ennegrecida
Que no quiere libertad.

Si tu voz arranca las bisagras
Que retienen la guadaña,
Cuando roce ya mi cuello
¿Quién la detendrá?

Y su interior…

Es un nido de tormentos,
De alimañas y esperpentos,
Un talud que se avecina
Y nadie puede apaciguar.

Pues la bruma que desprende
De la boca se hunde al vientre
Rebuscando en las entrañas
Cuanto pueda destrozar.

Si tus manos y tus pechos
Horadaran sus cimientos,
Cuando yazca en sus escombros
Dime ¿quién me sacará?

¿Quién me sacará?
¿Lo entiendes?
¿Qué sentido tiene entonces
venirme ahora a preguntar?

La coraza es una tumba,
Una tumba y dentro de ella
Lo que tú y yo soñamos,
Ahí se ha de quedar.

Si su lápida rompieres
por saber lo que contiene,
Al mirar dentro del nicho
¿qué crees que encontrarás?

Un alma y sus andrajos,
La razón hecha pedazos,
Mi conciencia diluida
Que te llama sin cesar.

Unas manos sin tus manos
Que ahora buscan sin atino
El corazón sobre el camino
Que ha quedado por andar…

Unos ojos que se cierran,
Un suspiro que te entierra,
Una voz que te suplica
Que no vuelvas nunca más.

Son esquirlas de oro y plata,
Mis recuerdos que se pudren,
Los fantasmas de una lumbre
Que la rueda, ha de apagar…

Poema X

X

Como ese talento desafiante y sobrecogedor
que tan sólo a los genios les es dado,
y que ávidos por arrancar de nuestra mediocridad,
en la revuelta imaginación, insaciables, buscamos…

Como si hacer brotar el fruto
de la estéril siembra de virtudes
fuese un don a nuestra única
insistencia encadenado…

Así busca el hombre en vida,
y aun después de ella,
reflejos que vienen de las sombras
y que sin dejar su huella,
insignes,
vuelven al otro lado.

Así busca el hombre el amor
cuando éste ya se ha ido;
y del cavernoso vacío de su alma
vuelve un eco vulgar y desabrido.

A qué querer hacer volver
aquello que no nos es ya permitido;
a qué llorar el muerto, una vez en el sepulcro,
como si sólo estuviese levemente herido.

Poema VIII

VIII

 

Yo os diré qué es el amor,
esa cruenta aparición que hábilmente
se anida en el enfermo;

Fantasma embaucador que nos abraza
aun cuando se han desecho ya
sus dulces restos.

El amor es un ensayo, un imperfecto,
de nuestra propia vida vulgar reflejo,
que nace abriendo al mundo nuevas formas
y muere cerrándose la cruz sobre su pecho.

Yo os diré:

Que la llama de amor imperturbable
que es camino de fe para los necios,
agonizará al castigo de la lluvia errante
o sucumbirá bajo el pie de quienes la prendieron.

Cuan el hierro puede abrir en la piel
cientos de heridas que desangren con el tiempo,
así puede asestarse fiero golpe
que de punzada mortal destripe al reo.

Que pueden los látigos caer sobre la carne
hasta esparcir toda la sangre por los suelos,
como podría caer la horca del cadalso
y acabar con él de un golpe seco.

Hay, de acabar con el amor,
tantas formas como de acabar
la vida al menos;

Sólo que vuelve éste a surgir
cual bruma de mañana
que se filtra en las entrañas
con afán de vernos ciegos.

¿Somos polvo?
Tal vez en polvo acabaremos.
Así, mientras el polvo esté en pie,
muera mil veces antes de caer
por preparar su propio entierro.

Poema IX (La rueda que nos mueve)

Os dejo aquí un poema más. Ya llevaba un par de meses sin publicar nada, pero no he olvidado mi promesa de principios de año. Espero que os guste.

 

IX

De una mujer no temo cuanto dice,
pues razones tendrá donde las halla
cuando del fuego y del silencio inquieto,
su frágil corazón, al fin, estalla.

De esta enemiga fiel
no temo las aras de su venganza;
ni los envites embravecidos
que del fuero del alma son nacidos
cuando se alza solemne en la batalla.

Todo tiene locuaz motivo,
y cierto es,
que de cuanto hemos oído,
cuestión sea de virtud o paciencia,
lo intuirá la humana inteligencia
sin error.

No son sus palabras
las que me preocupan,
ni sus fieros golpes
que mi mente ocupan
cuando puedo afrontarlos
sin temor.

Lo único que en verdad temo de una mujer,
ese enigma indescifrable que me reconcome el alma,
es leer en sus pupilas un estigma inconfesable
que por tratar de ocultar le hierve en las entrañas.

Creerá tal vez que me ha taimado,
que no he notado en su retórica conducta extraña,
sin saber que cuanto adolece en su conciencia
lo he visto yo desdibujarse
en los agonizantes tonos que delatan sus palabras.

Y así, sin más, como si todo dicho y sentenciado,
rotas las cuerdas del poema enmudeciere el arpa,
se da la vuelta inadvertida con la única intención
de tragarse el nudo que le asoma a la garganta.

Esta noche llorará, y una vez serena,
cuando sienta que del cándido sopor lejana voz la llama,
y sus rendidos ojos vengan quiebros a desfallecer
sobre los gráciles bordados que decoran su almohada.

Cuando llegue el punto de distensión de los sentidos
en que arrollador nos vence el sueño enardecido
y el irremisible empuje de su miedo al fin decaiga.
Allá donde encendido el dogma de vivir y ser valiente,
la triste realidad, del lazo con el sufrimiento se deshaga.

Cuando el aliento de Morfeo la envuelva en dulce abrazo
para liberarla de cuantos agravios mortales le confiere el alma,
girará la rueda una vez más,
y quedará de lánguida ensoñación vestido el alba.

Tal vez el sueño la convenza de que no existe desazón,
de que el llanto se disipa hasta apurar su ansia,
y quedando adormecida en sus memorias
se le antoje que de lo que fue, ya no queda nada.

Pero yo, tendido junto a ella,
vibrando mi inquietud, discreta entre las sábanas,
me preguntaré sin hallar respuesta alguna
qué es aquello que la tortura y sangra.

Duérmase ella tal vez tranquila, en sosiego,
creyendo que del corazón ha menguado ahora su carga,
sin darse cuenta de que en su irracional convencimiento
no hay siquiera un atisbo de esperanza.

Sabedlo todos.

Lo que me hace temblar el pulso mientras contemplo su semblante
lívido como el mármol del antiguo templo ataviado en nácar,
es mirarla fijamente a los ojos,
descubrir que en algo adolece su voz enrarecida y llana,
y tratando vanamente de augurarlo,
no saber qué es lo que calla.

Sebastián Lozano (Año 2011)