Retiro la luz
Y atraigo la sombra.
Con temple y valor,
Avieso y traidor
Comienzo mi obra…
XII
No, no tengo corazón,
ya no siento su latido.
Debo daros pues razón,
y admitir que lo he perdido.
Que de hueso este armazón
a sangre y piel entretejido,
ya no siente desazón,
y el dolor le pasa esquivo.
Pues la llama de esplendor
de que hallábase prendido,
Ha caído con valor
y ahora mora en el olvido.
Y no es eso lo peor
de este hombre consumido
que atesora, cual traidor,
un amor antes vivido.
Sino ver que se acabó,
que la vida terminó,
que ya todo está marchito;
y que aún, quiebro y enjuto,
por el alma sacudido,
yazgo en pie junto al sepulcro
preguntándome si vivo.
XVI
Es este mundo una máquina atroz,
Criatura feroz
De alma resuelta;
Bola que rueda constante y veloz
Y en compás ulterior
Los ciclos desvela;
¿Y qué papel representamos nosotros,
en todo este entramado,
formando parte de ella?
El polvo extenuado,
la raza imperfecta,
la piel desechable
que alienta sus giros
y queda a su paso
decrépita y muerta;
Aquella de que su cuerpo se deshace,
por serle inservible,
vuelta tras vuelta;
Y nosotros aún nos creemos importantes,
parte esencial de esta cínica esfera.
Y así inventamos el alma inmortal
que todo lo puede y por siempre se queda…
Tan grande es nuestro pesar,
tan ínfima nuestra existencia,
que dejamos a un lado al ser racional
en pos del designio de esta creencia.
Todo por no aceptarnos como somos,
cuan vana es nuestra sutileza.
Que si hubiera en verdad un Dios inmortal
tal vez nos dijera con toda firmeza:
¿Quién crees que eres?
Barro miserable,
¡molécula enferma!
Yo soy la razón,
yo soy la verdad,
y tú no eres más
que una efímera siembra;
El tiempo en mi mano
se expresa fugaz,
y tú eres la faz
de una esquirla que tiembla;
La astilla que asoma
su vientre tenaz,
el hambre voraz
que muerde tinieblas;
Mi mano es la mano
que te ha de aplastar.
El soplo mortal
que mueve la rueda…